Cuando tenga una novia que toque el contrabajo en una banda de jazz, cada noche de concierto me enfundaré en una camisa negra y me tomaré uno, dos o tres gin-tonic mientras sigo la danza hipnótica de sus dedos saltando de cuerda en cuerda.
Luego, al salir del bar, nos iremos a su apartamento, un ático abuhardillado lleno de vinilos de Miles Davis y fotos de Nueva Orleans en blanco y negro. Y allí, tirados en el suelo de cualquier manera, sobre una jarapa traída de la India en uno de mis viajes, ella jugará a hacerme pizzicati por todo el cuerpo, con esas manos suyas tan acostumbradas a manejar instrumentos grandes.
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