Chubascos dispersos en el litoral
La tarde amenazaba tormenta. Aguardaba ansioso en la ventana a que cayeran las primeras gotas. La cara apoyada contra el frío cristal, los ojos implorando un chaparrón que se hacía esperar. Hacía ya sis semanas y dos días que no llovía, y ya no podía aguantar más. Por fin, una gota impactó contra el alféizar, y pronto toda la ventana quedó surcada por los recorridos descendentes de las demás.
Se dirigió hacia la puerta y se calzó las botas. Cogió una cazadora y se la puso sin abrochar, y se lanzó a disfrutar de la tormenta. Las gotas eran gruesas y pesadas, y al impactar contra el suelo se veía perfectamente cómo el agua salía despedida en todas las direcciones, dibujando una corona fugaz.
Aún no había charcos, la tierra estaba sedienta. Pero ya tenía los rizos pegados contra la frente. Caminaba sin rumbo por la ciudad, esperando encontrarla, como cada tarde de lluvia, por azar; hasta ahora sólo se habían visto en cuatro ocasiones, y siempre iban ambos paseando solos, empapados pero aprovechando cada sensación. Se cruzaban en la esquina del teatro, o frente a una heladería; se miraban. Y ya continuaban su camino juntos, hablando de sí mismos como si se conocieran de siempre. Entonces, inevitablemente, al cabo de las más breves de entre las horas, dejaba de llover; y ella aprovechaba cualquier descuido para desvanecerse, dejándole a solas con el olor de la tierra mojada, a la espera de un nuevo aguacero.
Se dirigió hacia la puerta y se calzó las botas. Cogió una cazadora y se la puso sin abrochar, y se lanzó a disfrutar de la tormenta. Las gotas eran gruesas y pesadas, y al impactar contra el suelo se veía perfectamente cómo el agua salía despedida en todas las direcciones, dibujando una corona fugaz.
Aún no había charcos, la tierra estaba sedienta. Pero ya tenía los rizos pegados contra la frente. Caminaba sin rumbo por la ciudad, esperando encontrarla, como cada tarde de lluvia, por azar; hasta ahora sólo se habían visto en cuatro ocasiones, y siempre iban ambos paseando solos, empapados pero aprovechando cada sensación. Se cruzaban en la esquina del teatro, o frente a una heladería; se miraban. Y ya continuaban su camino juntos, hablando de sí mismos como si se conocieran de siempre. Entonces, inevitablemente, al cabo de las más breves de entre las horas, dejaba de llover; y ella aprovechaba cualquier descuido para desvanecerse, dejándole a solas con el olor de la tierra mojada, a la espera de un nuevo aguacero.
3 comentarios
Aldeana -
Cuidado, no te vaya a pasar como en la canción...
A mi me gusta la lluvia en el campo... en la ciudad es como si te cayera encima el agua de fregar un cenicero...
He disfrutado de tu chaparrón...
buho -
Locusta -
A mí es que una vez me regalaron uno y nunca supe qué hacer con él...